28 abril 2016

Lecturas sobre la utopía tecnológica (y II)

Ofrecemos aquí una traducción con las ideas más resaltantes del artículo de Kevin Carson sobre las diferentes corrientes y teorías propuestas a partir del concepto de “tecno utopía”, recientemente publicado en inglés. Carson es investigador senior de la escuela anarquista del Center for a Stateless Society, y escribe habitualmente en el blog de la Fundación P2P.

Las categorías de la utopía tecnológica de izquierdas



En su evaluación de los diversos enfoques marxistas relativos a la tecnología cibernética, Dyer-Witheford identifica varias escuelas de análisis que podrían ser cuando menos consideradas como socialistas o de izquierdas.

Los “socialistas científicos”, o la nueva ortodoxia marxista, celebran el potencial liberador de la tecnología en tanto que esta hace evidente la insostenibilidad del capitalismo y al mismo tiempo ofrece los elementos constitutivos de una sociedad poscapitalista de la abundancia. Pero Dyer-Witheford advierte en ello un defecto: la tendencia a un determinismo tecnológico que reduce a su mínima expresión la capacidad de acción de la clase trabajadora y del papel fundamental que esta juega en la emancipación de las personas. Más bien consideran que la transición va a ser impulsada de un modo casi inevitable por las fuerzas o las relaciones sociales de producción.[1]

Un segundo hilo argumental del pensamiento marxista sobre la alta tecnología es ofrecido por los pesimistas o neoluditas, para quienes la tecnología es en sí misma un sistema de control totalizador. Entre estos se encuentran las teorías sobre la disciplina de trabajo de Braverman y Marglin así como los estudios de David Noble sobre la mecatrónica de control numérico. También para los teóricos de la cultura como Marcuse y los analistas de los medios de comunicación como Herbert Schiller, el control de las comunicaciones ejercido por las corporaciones constituye una fuerza totalitaria que cierra el paso a cualquier posibilidad de hacer una crítica.

Luditas del siglo XIX, Wikimedia
Por definición, la clase dirigente siempre selecciona, de entre las alternativas tecnológicas, aquella que mejor sirva a sus intereses; de ello se sigue que la necesidad de control de la clase dirigente se estructura sobre cualquiera de las tecnologías al uso y que estas son explotadoras por naturaleza. Para Dyer-Witheford este enfoque es útil porque la utopía tecnológica capitalista termina por hacer evidente la verdadera agenda de clase del proyecto aun cuando éste aparente ser un proyecto de suma positiva y neutral en cuanto a clase.

Sin embargo, son mucho más significativos los defectos de este enfoque, pues equipara “las intenciones y las capacidades del capitalismo” e “ignora las consecuencias de las contraestrategias y las resistencias de los trabajadores”; y en especial, pasa por alto “la posibilidad muy particularmente en el campo de las tecnologías de la información y la comunicación— de que los asalariados sujetos al capital puedan encontrar en las nuevas tecnologías un valor de uso real, e incluso subversivo.” (Ibid., pp. 53-54.) Esto último quedaría agudizado por el abaratamiento y el carácter efímero de la (re)producción de las nuevas tecnologías de la comunicación, y por la desaparición de barreras de acceso a (cuando menos) las condiciones materiales que permiten una producción directa y controlada por parte de los propios productores.

El hilo argumental de izquierdas que se asemeja más a la teoría liberal-capitalista de la “sociedad de la información” (el posfordismo) puede ser compartido también por los marxistas, aunque esta no sea una teoría marxista en sí misma, ya que algunas de sus áreas quedan difuminadas en los modelos del capitalismo liberal. Los posfordistas incluyen a Michel Piore y a Charles Sabel, autores de La segunda ruptura industrial (1990), aunque para Dyer-Witheford estos evocan más las ideas de Proudhon que las de Marx.

Otros posfordistas más optimistas también coinciden con los entusiastas liberal-capitalistas de la “sociedad de la información” cuando restan importancia al alcance de las cadenas posfordistas de organización industrial y de oferta y distribución en red que han sido integradas en el marco institucional del capitalismo de las corporaciones, quedando así sujetas a la lógica de la explotación laboral y de la austeridad neoliberal. Incluso los posfordistas con referentes marxistas tienden a restarle importancia al conflicto de clase y a las condiciones del capitalismo tardío;  en cambio, describen una sociedad poscapitalista que en gran medida emerge en términos pacíficos y evolutivos.

* * *

Dyer-Witheford muestra su preferencia por el autonomismo marxista como un modelo de transición hacia una sociedad poscapitalista de alta tecnología. El autonomismo pone el acento en el papel activo de la clase trabajadora como sujeto creativo de la lucha revolucionaria que interviene en la creación de los fundamentos para una sociedad nueva.


Lejos de ser un objeto pasivo de los designios del capitalismo, el trabajador es en realidad un sujeto de producción activo, una fuente inagotable de las habilidades, la innovación y la cooperación de las cuales depende el capitalismo. El capital intenta incorporar el trabajo como un objeto o un componente del ciclo de extracción de valor que le es propio, y en forma de fuerza laboral. Pero esta inclusión es siempre parcial y nunca queda del todo realizada. Los sujetos trabajadores se resisten a ser reducidos por el capital, y para este, el trabajo es siempre un “otro” problemático que debe ser permanentemente controlado y sometido, una alteridad que por su parte elude y desafía las órdenes con persistencia.[2]

Para los autonomistas, los trabajadores “no son solamente víctimas del cambio tecnológico sino agentes activos en continua lucha frente a los intentos de ser controlados”. Y la “capacidad de inventiva” constituye uno de los aspectos más importantes de esta disputa; mediante la capacidad para ser creativos, de la cual depende el capitalismo para garantizar su espíritu innovador, los trabajadores pueden reapropiarse de la tecnología.

Otro tema relacionado con el autonomismo es el del régimen de propiedad social de las relaciones de los trabajadores, que actualmente constituye la fuente principal del capitalismo productivo, a medida que el capital físico disminuye su importancia en relación con el capital humano y la producción en red adquiere un carácter horizontal. Al mismo tiempo, las fronteras existentes entre este proceso de producción cada vez más socializado y los demás ámbitos de la vida —el consumo, la vida familiar, la formación permanente y la reproducción de la fuerza de trabajo—quedan cada vez más difuminadas.

Nodos del 15M, Juan Luis Sánchez


El carácter central de las redes de comunicación e información adquiere un protagonismo cada vez mayor en todas las áreas de la producción, y gracias a la penetración de la cultura en red en todo el ámbito cultural, quedan integradas en la vida cotidiana del trabajador.

Este sistema de “máquinas sociales” contribuye a la creación de un ambiente cotidiano cuyo potencial debe ser explorado y aprovechado. La elaboración y alteración de este hábitat provocan una socialización tan generalizada que no puede ser ya exclusivamente dictada por el capital.[3] 

Si en el pasado el “capital” era costoso en tanto que era poseído físicamente por un propietario ausente que pagaba a sus trabajadores por laborar en un centro de trabajo al que estos debían desplazarse, hoy son las relaciones sociales y las competencias de los trabajadores las que han devenido en la forma principal del capital, y los trabajadores están en posesión directa de una parte más grande de los prerrequisitos para la producción.

Dyer-Witheford analiza el enfoque que hace Antonio Negri de Marx basándose en sus escritos anteriores a El Capital. Se trata de las notas a los Grundrisse (Elementos fundamentales para la crítica de la economía política), en las que el antagonismo de clase es considerado en el marco de una clase trabajadora vista como un sujeto revolucionario, como elemento constitutivo de la sociedad comunista, y asimismo, en su papel histórico de abolir la categoría conceptual “trabajo” tal y como existe actualmente. A diferencia de la vieja izquierda, que consideraba El capital como la obra cumbre del sistema teórico marxista, Negri considera que el análisis del trabajo contenido en Grundrisse abarcaba un campo más extenso que debía vincular “la crítica que hace Marx del salario con su definición revolucionaria del comunismo y la subjetividad comunista”.[4]

El dinamismo de carácter abierto que caracteriza al “sistema” de Marx se centra de manera directa e integral en la identificación de las relaciones existentes entre las crisis y la emergencia de la subjetividad revolucionaria… En este sentido, los Grundrisse constituyen quizá el texto marxista más importante, tal vez el único, que trata la cuestión de la transición, y resulta curioso que entre el sinnúmero de posturas publicadas sobre el tema, esto haya sido pasado por alto.

Negri sostiene que para analizar la clase trabajadora en términos de una “subjetividad revolucionaria” y del papel que cumple en esta transición, es preciso detenernos en la clase trabajadora tal como existe hoy en día, en cómo ésta ejerce su voluntad (capacidad de acción) a través de unas prácticas, actividades y formas de organización, y en la manera en que dichas prácticas y formas de organización prefiguran o forman el núcleo de la sociedad comunista de futura creación.


Volviendo al análisis de Dyer-Witheford sobre la subjetividad revolucionaria, podemos entonces afirmar que la forma principal de la revolución deja de ser la toma de la fábrica y, que esta es reemplazada por el “éxodo” (utilizando el término empleado por Antonio Negri y Michael Hardt, los autonomistas más destacados). Es viable comprometerse con una proporción mayor de la producción de las necesidades de la vida cotidiana en la esfera social, en el autoabastecimiento de la economía informal, por medio de la producción entre iguales basada en el procomún, o por medio de un trabajo cooperativo en el que los trabajadores hacen uso de tecnologías asequibles desde sus propios hogares y establecimientos. De este modo, las relaciones sociales que han sido delimitadas por el capital para obtener de ellas unos beneficios quedan expuestas a su reutilización en forma de instituciones alternativas. Y puesto que la “fábrica social” es inmaterial y se infiltra en todos los aspectos de la vida cotidiana, ya no es necesario tomar posesión de ella físicamente.



Al igual que Negri, Dyer-Witheford se refiere a las “capacidades comunicacionales y las competencias tecnológicas de los trabajadores”, las cuales son propias (de un modo “virtual”) de la fuerza de trabajo contingente o desempleada. Estas no son tanto el producto de una formación o un ambiente de trabajo específicos sino que constituyen la premisa y condición indispensable de una vida cotidiana que transcurre en un sistema técnico-científico cada vez más integrado e influido por las máquinas y los medios de comunicación.



Según Negri, la comunicación científica y la comunicación del conocimiento constituyen la materia prima básica (adecuada a una fuerza de trabajo intelectual y creativa) que permite alcanzar una productividad de muy alto nivel. El capital debe “apropiarse de las comunicaciones para poder extraer los beneficios derivados de las relaciones de cooperación entre trabajadores. Y esta expropiación de las comunicaciones se superpone a toda capacidad autónoma de generar conocimiento. Ahora bien, para que el capital pueda “anticipar, organizar y subsumir todas las formas de cooperación laboral que se manifiestan en la sociedad”, debe difundir unas herramientas informáticas de producción entre los trabajadores. Las habilidades y las relaciones sociales de las cuales se beneficia el capital quedan integradas inseparablemente de la mente y la personalidad del trabajador. A diferencia de lo que ocurría en el espacio de la fábrica, donde los directores podían inspeccionar las fiambreras de los trabajadores a la salida del turno de trabajo para evitar que estos sustrajeran piezas o herramientas, hoy no sería posible obligar al trabajador a dejar una copia de sus conocimientos y habilidades en el ordenador central (mainframe) de la empresa antes de finalizar su jornada. Tal y como lo describe Dyer-Witheford:


Al suministrar información para la producción, el capital parece aumentar sus capacidades de control, pero al mismo tiempo estimula unas capacidades  que pueden escapar a su control, creando una dinámica de filtraciones poco importantes, pero que pueden también subvertir la acumulación de ganancias.[5]

Son muchas las áreas de producción en las que las herramientas de comunicación y de procesamiento de datos empleadas en el lugar de trabajo se confunden cada vez más con las herramientas de las redes sociales como Twitter, principalmente desarrolladas para ser utilizadas fuera del trabajo; actualmente los impulsores de la “Wiki empresa” o la “empresa 2.0” las utilizan para coordinar la producción desde el lugar de trabajo. Al mismo tiempo, son cada vez más productivas las utilidades de escritorio en régimen de software libre o aquellas basadas en el uso por navegador (browser-based). Y esto ha hecho posible que “la brecha entre lo que puede conseguirse desde el hogar y lo que puede conseguirse en un entorno de trabajo haya sido superada de manera espectacular en los últimos quince años”.[6]
El sencillo esquema del circuito del capital (producción y circulación) dibujado por Marx en su tiempo se ha expandido hasta abarcar a la sociedad prácticamente en su totalidad, incluyendo la reproducción de la naturaleza y de la fuerza de trabajo, o lo que es lo mismo, la “fábrica social”. Dyer-Witheford observa que el mapa del circuito del capital, con su característico control a través de los procesos automatizados y las soluciones cibernéticas, también hace evidentes los puntos más vulnerables del capitalismo:

La cartografía de los circuitos del capital revela no solo su fortaleza sino también sus debilidades. Al quedar marcados los nodos y las conexiones requeridas para la circulación del capital también quedan registrados los posibles puntos de ruptura de la continuidad. Vemos continuamente a personas oponiéndose a la disciplina tecnológica, bien a través del rechazo o bien de la reapropiación; estas luchas se multiplican en toda la órbita del capital; los conflictos que ocurren en un momento determinado precipitan las crisis posteriores; los activistas hacen uso de las mismas máquinas con las que el capital integra sus operaciones, y lo hacen con el fin de poder conectarse en sus diversas rebeliones. Muy particularmente, el desarrollo de los nuevos medios de comunicación, que son esenciales para la circulación en el circuito del capital (especialmente las redes informáticas), también consigue conectar unos puntos de insurgencia que de otro modo estarían aislados y dispersos. Así, el circuito del capital altamente tecnificado también ofrece unas vías para la circulación de las luchas.[7]
…En el capitalismo virtual, el lugar físico en donde la producción se realiza no puede ser considerado un terreno “privilegiado” de lucha; más bien, es la sociedad en su totalidad la que se transforma en un lugar de trabajo interconectado, pero también en un terreno potencial para la interrupción del circuito integrado del capital.[8]

En este reconfiguración de los movimientos sociales, es posible observar la tendencia —ya anunciada por Dyer-Witheford— hacia unas luchas organizadas en red y unas campañas de ideas abarcadoras que en lugar de enfocarse particularmente en el lugar de trabajo se extienden a la fábrica social en su conjunto.

Las 10 mareas del cambio en España
Las organizaciones de trabajadores están ensayando la formación de coaliciones con otros movimientos sociales que también se enfrentan al orden de las corporaciones en temas como el bienestar social, la erradicación de la pobreza, los derechos de los estudiantes y los consumidores, así como la agenda de los grupos ambientalistas. Como consecuencia de ello, se producen combinatorias de oposición en las que, por ejemplo, empleados de una compañía telefónica se unen a ciudadanos de la tercera edad, o pertenecientes a alguna minoría, o grupos de consumidores, con el fin de rechazar la subida de las tarifas; ello ocurre también en los movimientos a favor de los sindicatos en los guetos de la industria de la comida rápida o de la moda, a medida que estos se entrelazan con las campañas contra el racismo y la persecución de los inmigrantes... [Este tipo de alianzas] amplía las fronteras de las políticas “laborales” oficiales, de tal manera que la capacidad de acción o de respuesta movilizada contra el capital dejan de definirse como una sindicato organizado desde el lugar del trabajo para convertirse en una “alianza entre el trabajo y la comunidad” caracterizada por un espectro más amplio de demandas e intereses.[9]

Es importante señalar que la trilogía Imperio escrita por Antonio Negri y Michael Hardt es considerada como una obra maestra de la tradición autonomista. El concepto de “éxodo”, en particular, que es desarrollado en el tercer libro (Commonwealth) de la trilogía, es fruto de las ideas que Negri expuso anteriormente, así como de otros trabajos de Dyer-Witheford anteriores a Cyber Marx.



Pero Negri se retractó en cierta medida del enfoque que empleó en Exodus, argumentando lo que a mi modo de ver constituye una supuesta lección aprendida tras el aparente “fracaso” de los movimientos no jerárquicos como los del 15-M, la Plaza Sintagma y Occupy Wall Street; Negri criticó, en una entrevista realizada en el 2015, “el horizontalismo exclusivo” de los movimientos que fueron creados en el 2011; en su opinión, era necesario un cambio de enfoque, orientado hacia la toma del poder, “basándonos en una interpretación actualizada de la cuestión del poder en términos de las multitudes o de una democracia absoluta, es decir, una democracia que va más allá de las formas institucionales canónicas como son las de la monarquía, la aristocracia o la “democracia formal”. Creo que el problema de la democracia queda mejor planteado y abordado en términos de la multitud”.[10]



Sería fundamentalmente errado calificar la ola de movimientos que tuvieron su inicio en el año 2011 como un “fracaso”.  Basándose en la idea del “ciclo internacional de luchas”, Negri sitúa el momento inaugural del nuevo ciclo en los sucesos de Seattle/OMC a finales de la década de 1990, tras lo cual se suceden “repentinamente una serie de revueltas: contra los programas de austeridad del FMI en un país determinado; protestas por un proyecto del Banco Mundial en otro; y nuevas manifestaciones de rechazo a los tratados NAFTA en un tercero”. Es posible percibir en este ciclo global un patrón de distribución de la multitud en red. Las revueltas de Argentina tras su crisis económica en 2000 y 2001, por ejemplo, tuvieron su origen en este acervo común del ciclo global de luchas:

El ciclo global de luchas se desarrolla en forma de una red dinámica en la que cada lucha local funciona como un nodo que se comunica con todos los demás nodos, sin que por ello exista un centro neurálgico o de inteligencia. Cada una de las luchas mantiene su carácter diferencial, con sus condiciones locales, y al mismo tiempo, se encuentra inmersa en una red común. Esta forma de organización constituye el ejemplo más acabado de lo que denominamos la multitud.[11]

Para David Graeber e Immanuel Wallerstein, los diversos movimientos surgidos después del levantamiento zapatista del EZLN en 1994 conforman un “ciclo revolucionario” o una “cuarta guerra mundial”; y en opinión de Wallerstein, estos son “el principio de una contraofensiva de la izquierda mundial, que se enfrenta a los éxitos relativamente efímeros que la derecha mundial podía presentar desde la década de 1970 hasta 1994.[12]


Por eso, antes de preguntarse lo que ocurrió con Occupy Wall Street o con el 15-M (como si se tratara de entidades discretas que tienen un principio y un fin determinados), tiene más sentido pensar en una trayectoria completa de los movimientos, en la cual estarían comprendidas la Primavera árabe, el 15-M, la Plaza Sintagma, Madison, Occupy, Quebec, y la huelga general del 14-N, entre otros, como una forma de una red mundial e informal de movimientos en red asociados entre sí que continuamente lanzan nuevas consignas bajo nombres de reciente creación hasta que parecen apagarse al cabo de un tiempo. Pero cada vez que surge algo nuevo, tanto si ocurre en el mismo país como en otro situado en el otro extremo del planeta, la nueva manifestación se articula sobre la base de una misma infraestructura y con el mismo capital social que el de los movimientos que le precedieron. Dicho proceso está gráficamente representado por la espiral en lugar de un simple círculo, pues cada nueva manifestación trasciende el movimiento anterior.


Por su parte, John Holloway resta importancia a la cuestión de la continuidad institucional o la persistencia en cualquier movimiento. Antes de poder romper por completo con el capital, Holloway sugiere una forma de “resquebrajarlo” en diversos lugares y momentos de crisis, de modo que se produjesen una suerte de grietas. Se trataría de revueltas populares como las ocurridas en Argentina en 2001-2002, que fueron impactantemente retratadas por Marina Sitrin en su libro Everyday Revolutions, y que hoy también vemos reproducirse en el sur de Europa. Sin embargo, aún queda por ver si sería posible mantener abiertas estas grietas una vez que hayan pasado los tiempos de crisis; o si esta clase de autoorganización autónoma y popular estaría siempre destinada a ser un movimiento que surge en tiempos de crisis para después quedar fagocitado por un capitalismo de estado de tipo populista al estilo del kirchnerismo.


Holloway opina que existe una acumulación de la experiencia y también una conciencia que va en aumento y que ésta se extiende de país en país, en el sentido de constatar que el capitalismo sencillamente no funciona y que se encuentra en serios problemas. La gente en Grecia, por ejemplo, se fija en [lo ocurrido en] Argentina y reconoce la importancia de esas experiencias que tuvieron lugar hace una década. Por su parte, los argentinos, aun cuando ellos hayan progresado económicamente, ven lo que ocurre en Grecia y constatan que el capitalismo es inestable. Las fallas del capitalismo se muestran una y otra vez en los lugares más diversos:
Lo que no me gusta de la idea de perpetuar un movimiento es que este deba ocurrir como una fuerza que progresa de abajo hacia arriba. No me parece que funcione de este modo. Creo más bien que se trata de una corriente social de rebeldía que se desplaza por el mundo entero y que entra alternativamente en ebullición en determinados lugares. Pero se pueden ver continuidades por debajo de las discontinuidades. Se requiere pensar más bien en unos movimientos que lo trastocan todo con su efervescencia y no tanto en hasta qué punto estos movimientos podrían perpetuarse en un lugar determinado. Si se piensa en términos de perpetuar [el movimiento] en un único lugar, entonces es posible que ello nos conduzca bien a la institucionalización (lo cual no creo que sea muy útil) o bien a sumirnos en un espíritu de derrota, que no me parece  que sea el correcto.[13]
 
JLu Sánchez, 15M en Madrid, 2011
David Graeber señala que lo más importante es recordar que “cuando los horizontes políticos de las personas se ven ampliados, el cambio resultante es permanente”:
Cientos de miles de personas en EE UU (y por supuesto también en Grecia, España y Túnez) tienen ahora experiencia de primera mano en la autoorganización, la acción colectiva y la solidaridad humanas. Esto hace que sea casi imposible volver a la vida anterior y ver las cosas del mismo modo. Mientras las élites financieras y políticas se deslizan ciegamente hacia una nueva crisis de las mismas dimensiones a la ocurrida en 2008, nosotros seguimos activos ocupando inmuebles, granjas, viviendas en ejecución hipotecaria y lugares de trabajo permanente o temporal; organizando huelgas de aparceros, seminarios y asambleas de deudores; con todo ello estamos sentando las bases de una auténtica cultura democrática e introduciendo las competencias, hábitos y experiencias que permitirán el nacimiento de una concepción de la política absolutamente novedosa.[14]

Y no menos importante sería preguntarnos por la clase de “éxito” que podría alcanzarse al añadir una cuota del verticalismo propio de todo movimiento electoral a la efervescencia de unos movimientos predominantemente horizontales. Cierto es que podríamos, en apariencia, creer en la idea de complementar los movimientos no jerárquicos basados en una política prefigurativa y contra institucional (o antisistema) con unos partidos políticos auxiliares que tengan como objetivo la captura del Estado y la intervención política con el fin último de construir una nueva sociedad dentro de las viejas estructuras, o quizás el de asistir en un proceso de transición. Pero el problema de todo esto es que, en la práctica, estos partidos políticos terminan por absorber la energía y la vitalidad de los esfuerzos contra institucionales de la sociedad civil, haciendo que estos sean canalizados y sustituidos por la política parlamentaria Y lo que es peor, cuando los partidos políticos originados en los movimientos no jerárquicos logran una cuota de poder en las instituciones del Estado (como ocurrió con Syriza en Grecia), en la práctica son responsables de sabotear los esfuerzos de los movimientos o dilapidar los logros alcanzados en el terreno con el fin de llegar a un acuerdo “realista” con el Estado capitalista.[15]



[1] Dyer-Witheford, Nick Dyer-Witheford, Cyber-Marx: Cycles and Circuits of Struggle in High-Technology Capitalism, Urbana and Chicago, University of Illinois Press, 1999, pp. 43-47.
[2] Dyer-Witheford, p. 65
[3] Ibid., p. 84
[4] Antonio Negri, "Marx Beyond Marx: Working Notes on the Grundrisse (1979)," in Antonio Negri, Revolution Retrieved: Writings on Marx, Keynes, Capitalist Crisis and New Social Subjects, 1967-1983. Volume 1 of the Red Notes Italian Archive. Introductory Notes by John Merrington (London: Red Notes, 1988), p. 166.
[5] Dyer-Witheford, p. 85.
[6] Tom Coates, "(Weblogs and) The Mass Amateurisation of (Nearly) Everything..." Plasticbag.org, September 3, 2003.
[7] Dyer-Witheford, pp. 97-99.
[8] Dyer-Witheford, p. 129.
[9] Ibid.
[10] "Toni Negri: from the refusal of labor to the seizure of power," ROAR Magazine, January 18, 2015.
[11] Antonio Negri and Michael Hardt, Multitude: War and Democracy in an Age of Empire (Penguin, 2004), pp. 213-217.
[12] David Graeber, "Situating Occupy Lessons from the Revolutionary Past," InterActivist Info Exchange, December 4, 2011; Immanuel Wallerstein, “The Neo-Zapatistas: Twenty Years After,” Immanuel Wallerstein, May 1, 2014 .
[13] Jerome Roos, “Talking About a Revolution With John Holloway,” John Holloway, April 13, 2013.
[14] Graeber, The Democracy Project, xix-xx.
[15] P2P Blog, Syriza did not Support the Commons

11 abril 2016

Lecturas sobre la utopía tecnológica (I)

Vista de Hong Kong y el Victoria Harbour, Haydn Hsin, Wikimedia

A medida que se hace más patente el declive del sistema capitalista, aquejado de una crisis estructural, surgen nuevos estudios sobre los nuevos modos de organización y producción social regidos por la utopía de las nuevas tecnologías y su transformación radical de los modos de producción material y los mecanismos de acumulación de rentas de monopolio. En una era de economía de mercado poscapitalista, y tras las crisis financieras mundiales ocurridas en las primeras décadas de nuestro siglo, están haciendo su aparición distintas respuestas políticas y económicas cuyas teorías son todavía de reciente aplicación y no han sido aun lo suficientemente estudiadas.

De particular interés resultan los bienes comunales, un a configuración de estos nuevos modos de organización, que  a menudo recibe el nombre de “procomún”, voz proveniente del término inglés the commons, empleado antiguamente para designar a las clases bajas (de ahí la distinción entre la Cámara de los comunes y la de los señores, o lores, en el sistema político inglés); por extensión se entiende que el procomún lo constituyen los bienes públicos (que no son propiedad exclusiva de alguien), o se refiere también a la utilidad pública inherente a estos.

Un resumen de las diferentes corrientes y teorías propuestas a partir del concepto de “tecno utopía” ha sido recientemente publicado por Kevin Carson, investigador senior de la escuela anarquista del Center for a Stateless Society, en el blog de la FundaciónP2P, del cual ofrecemos aquí una traducción con las ideas y propuestas más resaltantes y que según el parecer de Carson pueden ser consideradas o bien utopías auténticas o bien falsificaciones.
* *
Según Nick Dyer-Whitford, la utopía tecnológica desciende directamente del concepto de “sociedad postindustrial” acuñado como consecuencia de las tesis sobre el fin de las ideologías del sociólogo estadounidense Daniel Bell en la década de 1960. Bell señalaba que la prosperidad de los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, con la institucionalización de la negociación colectiva en el ámbito laboral y del Estado de Bienestar, habían desaparecido los conflictos de la época anterior. La sociedades industrializadas de Occidente presentaban un modelo socioeconómico exitoso hacia el que debían converger todos los otros experimentos, incluidos los del mundo “en vías de desarrollo” y los del “socialismo [real]”. Se consideraba que esa era la condición para  llegar al “fin de las ideologías”, lo que por lo general significaba poner fin a cualquier alternativa al capitalismo liberal.[1]
Bell pensaba que en la era postindustrial el conocimiento sería el “recurso central para la producción de riqueza” en una economía de servicios en la que prevalecería el trabajo profesional y técnico, en su mayor parte realizado por científicos, ingenieros y administrativos que constituirían una nueva clase situada principalmente dentro de las estructuras de Gobierno y en el ámbito académico, puesto que poseían las destrezas y virtudes intelectuales requeridas en un entorno de complejidad y tecnificación crecientes. Con ello se alcanzaría una época de prosperidad e integración racional que nos liberaría de las carencias materiales, las crisis económicas y el conflicto de clases que caracterizaron la era industrial. Según esta visión, el conocimiento sustituiría a la fuerza de trabajo y al capital para erigirse en el factor principal de la producción, mientras que el conflicto entre trabajador y patrón sería superado gracias al surgimiento de una nueva clase de profesionales “con base en el conocimiento más que en la propiedad”. Para la realización de esta utopía existía, sin embargo, un enemigo: el radicalismo político.

Esta visión fue adoptada casi textualmente, a finales del siglo veinte, por los ideólogos del movimiento progresista. El progresismo tiene su origen en una ideología compartida por los gerentes y profesionales que a finales del siglo XIX administraban cada una de las grandes instituciones de la sociedad (desde las corporaciones, las agencias reguladoras y las universidades hasta los gobiernos municipales, los sistemas de educación pública y las fundaciones), que [según los anarquistas] fueron creadas para el sometimiento social.

Los primeros gerentes corporativos fueron educados en el ámbito de la ingeniería industrial. Para ellos, las grandes empresas u organizaciones debían ser racionalizadas de un modo similar al adoptado en los procesos de producción de una fábrica (de allí deriva el término “engineering” en inglés, cuando este alude al enfoque de estandarización y racionalización de las herramientas, procesos y sistemas en una organización).[2]

Taller de Hewlett Packard en Palo Alto, California. Fuente Wikimedia 

Para los progresistas industriales, cuando los expertos en alguna materia actuaban de manera desinteresada era posible superar los conflictos políticos y de clase, de un modo muy parecido al que a su vez propondría el liberalismo postindustrial. Por entonces, el método de organización del taylorismo y su “gestión científica” se encontraba en pleno auge como modo de suprimir los conflictos laborales en las fábricas mediante el empleo de los trabajadores cualificados como sustitutos de los ingenieros expertos en la dirección del trabajo. Los ingenieros mecánicos abordaban la agitación laboral y las desavenencias políticas como si se trataran de una incidencia en la maquinaria, un fallo técnico que debía superarse con éxito. Para la maquinaria organizativa, cualquier perturbación en su funcionamiento debía ser vista y elaborada como si esta fuera una incertidumbre problemática. (Shenhav:1999)[3]. Según Christopher Lasch, la nueva clase gerencial se propuso abordar los conflictos con las herramientas de la ingeniería social empleadas por administradores expertos, liberales y desinteresados, capaces de considerar cualquier problema en su totalidad, y fundamentalmente, como una cuestión de recursos, los cuales debían ser adecuadamente asignados y conservados por ellos.[4]

El enfoque profesional de los progresistas industriales reflejaba “una cultura pragmática en la que los conflictos quedan difuminados cuando se consigue la resolución de las diferencias ideológicas” (Shenhav). Al igual que ocurría con los ingenieros industriales décadas más tarde, la posibilidad de una “lucha de clases” les espantaba, y veían más bien en la “eficiencia” un medio para alcanzar la armonía social haciendo que el interés del trabajador coincidiera con el de la empresa. Esta teoría progresista se reforzó con el fin de las ideologías y el advenimiento de la era postindustrial, la cual será igualmente aplicada en la formulación de las varias facetas de un capitalismo tecnológico a partir de la década de 1990.

* *
Las tesis postindustriales de Daniel Bell convergerán, en la década de 1970, con el surgimiento de las redes de comunicación digital y la revolución del ordenador personal. De esta época datan los trabajos de Alvin Toffler y John Naisbett que proclamaban una revolución digital caracterizada por unas transformaciones sociales sin precedentes. La idea de una información totalizadora y ubicua como garantía para la difusión de toda clase de conocimientos hace su aparición como una variante del capitalismo utópico liberal, que también se aparta del antagonismo de clase. Esta transición hacia una Tercera Ola del capitalismo de la información (como argumentaba desde su título el libro de Toffler publicado en 1980) deberá ser pacífica y ofrecer unos resultados de suma positiva, haciendo que la vieja lucha de clases termine por tornarse irrelevante (Dyer-Witheford). ¿Pero quién posee la información -–como recurso creador de riqueza-- de un modo parecido a como se poseen el suelo o los bienes activos? Para Nick Dyer-Witheford  “la generación de riqueza depende cada vez más de una ‘economía de la información’ en la que el procesamiento material es sobrepasado o subsumido en el intercambio y la correspondencia de datos que es propio de la información digital.[5]

Las tesis postindustriales han sido resumidas por Manuel Castells del modo siguiente:
  1. La productividad y el crecimiento tienen su origen en la generación del conocimiento, lo cual se hace extensible a todos los ámbitos de la actividad económica a través del procesamiento de datos.
  2. Este cambio en la actividad económica comporta pasar de la producción de bienes a la entrega de servicios.
  3. La nueva economía da una mayor importancia a trabajos para los que se requieren unos conocimientos e información abundantes y en las que las ocupaciones técnicas van en aumento más rápidamente que otras, hasta llegar a constituir el núcleo de la nueva estructura social.[6]


El nuevo sistema de creación de riqueza profetizado por Toffler se basaba en el intercambio de datos, información y conocimientos, y se realizaba de un modo mucho más vital y acelerado que en el caso de la riqueza generada por la tierra o la fuerza de trabajo. Y una vez más, estos conceptos posindustriales se encuentran en la “Nueva Teoría del Crecimiento” de Paul Romer: la principal fuente de crecimiento no depende de la simple agregación de inputs de recursos materiales o de trabajo sino del desarrollo de unas ideas mejoradas –-replicables sin ninguna limitación--  para conseguir un uso más eficiente de la misma cantidad de recursos y de trabajo.[7] 

El problema con todo esto reside en que, en ausencia de un agente que ejerza coerción, todo aquello que es efímero termina por crear deflación (puesto que el conocimiento hace que se reduzca el input de los materiales requeridos para la producción). La única manera que existe de transformar esta mejora de la eficiencia en riqueza (monetaria) es impidiendo que los competidores puedan difundir estos beneficios, reduciendo los precios de las cosas y poniéndolas al alcance de todos.

De allí la necesidad de restringir el acceso al conocimiento si se quiere hacer de este un recurso generador de riqueza (o capital). El acceso restringido a una propiedad se consigue delimitándola. Es la única manera en que esta puede generar alguna renta: mediante el pago de alguna clase de contribución a cambio de acceder a ella. En la década de 1990 se dieron a conocer propuestas para la creación de una “Superautopista de la información” que tuviese unas leyes estrictas sobre la propiedad intelectual e incluyese subsidios para la industria de las telecomunicaciones. Se multiplicaron las cartas magnas  y manifiestos que promovían el progreso y las libertades en la nueva era de la información y el conocimiento. De todas ellas se hicieron eco las leyes promulgadas posteriormente en los EE UU  (La Ley de Derechos de autor del Milenio Digital y la Ley de las Telecomunicaciones). Y el modelo Romer de crecimiento se basaba fundamentalmente en la “propiedad intelectual” para monetizar la productividad multiplicada en forma de renta para los inversores (y no de  una bajada de los precios para el consumidor).

Romer describe la ética que opera en la ciencia de un modo distinto al modo en que ésta se aplica en la economía. Para esta, las instituciones son algo más que organizaciones; son también las convenciones e incluso las reglas relativas a los procedimientos. Y es en los derechos de propiedad donde encontramos que esta distinción es nítida, pues la noción de propiedad privada es fundamental para la economía. En cambio en la ciencia, según argumenta Romer, la ética funciona de un modo diferente. Se supone que quien descubre algo (una fórmula o un teorema) no es propietario de la idea sino que esta es compartida al ser publicada. En el ámbito científico, la recompensa llega por el lado de la difusión de las ideas; el prestigio y el respeto mayores corresponden a quien da a conocer la idea por primera vez.

Para Romer la propiedad intelectual vendría a ser una “institución del mercado”, mientras que el conocimiento libre y compartido es una institución característica de la ciencia. Con ello está admitiendo que el “mercado” no es solo el campo en el que se produce la libre interacción sino que, como tal, también está detrás de la creación de un nexo monetario. Así, la "propiedad intelectual" vendría a ser artificialmente creada por el Estado, lo cual Romer admite implícitamente al argumentar que el funcionamiento natural del mecanismo de fijación de precios en el mercado (donde el precio tiende a a un coste de producción marginal) no es el adecuado para devolver los gastos en concepto en I+D. Ello le lleva a argumentar de manera explícita que, para algunos objetivos, la fijación de precios en régimen de monopolio es preferible a tener unos precios determinados por las leyes de la competencia.

El modelo de Paul Romer es esencialmente schumpeteriano en el sentido en que Schumpeter consideraba que el poder del mercado de las corporaciones monopólicas era “progresivo” en tanto que les permitía fijar un precio por encima del coste marginal, de tal manera que la innovación pasaba a ser subvencionada. El esquema de Romer descarta el comportamiento de seguimiento de precios (Price-taking) en un mercado donde exista la competencia; más bien presupone cierta forma del poder de mercado (competencia en régimen de monopolio) mediante el cual las empresas pueden fijar precios para cubrir los costos medios. Romer sostiene que su modelo de crecimiento económico basado en la innovación es incompatible con el comportamiento de seguimiento de precios. Una empresa que haya realizado importantes inversiones en innovación pero que ha vendido sus productos a un coste marginal no podría sobrevivir como seguidora de precios. Por tanto, es necesario que los beneficios de la innovación –-que no rivalizan por su naturaleza-- sean cuando menos susceptibles de ser parcialmente excluidos a través de las leyes de “propiedad intelectual”.

El capitalismo del conocimiento y la teoría de Romer sobre el “nuevo crecimiento” están implícitos en todos los modelos de “capitalismo progresista”, “capitalismo verde” y otros similares que suelen ser explicados por personalidades como Bill Gates, Warren Buffet y el cantante Bono.  








[1] Nick Dyer-Witheford, Cyber-Marx: Cycles and Circuits of Struggle in High-Technology Capitalism (Urbana and Chicago: University of Illinois Press, 1999). pp. 16-17
[2] Rakesh Khurana, From Higher Aims to Hired Hands: The Social Transformation of American Business Schools and the Unfulfilled Promise of Management as a Profession (Princeton and Oxford: Princeton University Press, 2007), p. 56.
[3] Yehouda Shenhav, Manufacturing Rationality: The Engineering Foundations of the Managerial Revolution (Oxford and New York: Oxford University Press, 1999).
[4] Christopher Lasch, The New Radicalism in America (1889-1963): The Intellectual as a Social Type (New York: Vintage Books, 1965), p. 162.
[5] Nick Dyer-Witheford, Cyber-Marx: Cycles and Circuits of Struggle in High-Technology Capitalism (Urbana and Chicago: University of Illinois Press, 1999).
[6] Manuel Castells,The Rise of the Network Society (Blackwell Publishers, 1996), pp. 203-204.
[7] Ronald Bailey, “Post-Scarcity Prophet: Economist Paul Romer on growth, technological change, and an unlimited human future” Reason, December 2001. URL: http://reason.com/archives/2001/12/01/post-scarcity-prophet/

Lecturas sobre la utopía tecnológica (I)

Vista de Hong Kong y el Victoria Harbour, Haydn Hsin, Wikimedia

A medida que se hace más patente la crisis estructural del sistema capitalista, surgen estudios sobre los nuevos modos de organización y producción social regidos por la utopía de las nuevas tecnologías y su transformación radical de los modos de producción material y los mecanismos de acumulación de rentas de monopolio. En una era de economía de mercado poscapitalista, y tras las crisis financieras mundiales ocurridas en la primera década de nuestro siglo, están haciendo su aparición distintas respuestas políticas y económicas cuyas teorías son todavía de reciente aplicación y no han sido aun lo suficientemente estudiadas.

De particular interés resultan los bienes comunales, una configuración de estos nuevos modos de organización, que a menudo recibe el nombre de “procomún”, voz proveniente del término inglés the commons, empleado antiguamente para designar a las clases bajas (de ahí la distinción entre la Cámara de los comunes y la de los señores, o lores, en el sistema político inglés); además de designar al colectivo, se entiende, por extensión, que los bienes o recursos de uso público también conforman el procomún, que no son propiedad exclusiva de nadie y que de ellos se deriva una utilidad pública inherente.

Un resumen de las diferentes corrientes y teorías propuestas a partir del concepto de “tecno utopía” ha sido recientemente publicado por Kevin Carson, investigador senior de la escuela anarquista del Center for a Stateless Society, en el blog de la FundaciónP2P, del cual ofrecemos aquí una traducción con las ideas y propuestas más resaltantes y que según el parecer de Carson pueden ser consideradas o bien utopías auténticas o bien falsificaciones.
* *
Según Nick Dyer-Whitford, la utopía tecnológica desciende directamente del concepto de “sociedad postindustrial” acuñado como consecuencia de las tesis sobre el fin de las ideologías del sociólogo estadounidense Daniel Bell en la década de 1960. Bell señalaba que la prosperidad de los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, con la institucionalización de la negociación colectiva en el ámbito laboral y del Estado de Bienestar, habían desaparecido los conflictos de la época anterior. La sociedades industrializadas de Occidente presentaban un modelo socioeconómico exitoso hacia el que debían converger todos los otros experimentos, incluidos los del mundo “en vías de desarrollo” y los del “socialismo [real]”. Se consideraba que esa era la condición para  llegar al “fin de las ideologías”, lo que por lo general significaba poner fin a cualquier alternativa al capitalismo liberal.[1]
Bell pensaba que en la era postindustrial el conocimiento sería el “recurso central para la producción de riqueza” en una economía de servicios en la que prevalecería el trabajo profesional y técnico, en su mayor parte realizado por científicos, ingenieros y administrativos que constituirían una nueva clase situada principalmente dentro de las estructuras de Gobierno y en el ámbito académico, puesto que poseían las destrezas y virtudes intelectuales requeridas en un entorno de complejidad y tecnificación crecientes. Con ello se alcanzaría una época de prosperidad e integración racional que nos liberaría de las carencias materiales, las crisis económicas y el conflicto de clases que caracterizaron la era industrial. Según esta visión, el conocimiento sustituiría a la fuerza de trabajo y al capital para erigirse en el factor principal de la producción, mientras que el conflicto entre trabajador y patrón sería superado gracias al surgimiento de una nueva clase de profesionales “con base en el conocimiento más que en la propiedad”. Para la realización de esta utopía existía, sin embargo, un enemigo: el radicalismo político.

Esta visión fue adoptada casi textualmente, a finales del siglo veinte, por los ideólogos del movimiento progresista. El progresismo tiene su origen en una ideología compartida por los gerentes y profesionales que a finales del siglo XIX administraban cada una de las grandes instituciones de la sociedad (desde las corporaciones, las agencias reguladoras y las universidades hasta los gobiernos municipales, los sistemas de educación pública y las fundaciones), que [según los anarquistas] fueron creadas para el sometimiento social.

Los primeros gerentes corporativos fueron educados en el ámbito de la ingeniería industrial. Para ellos, las grandes empresas u organizaciones debían ser racionalizadas de un modo similar al adoptado en los procesos de producción de una fábrica (de allí deriva el término “engineering” en inglés, cuando este alude al enfoque de estandarización y racionalización de las herramientas, procesos y sistemas en una organización).[2]

Taller de Hewlett Packard en Palo Alto, California. Fuente Wikimedia 

Para los progresistas industriales, cuando los expertos en alguna materia actuaban de manera desinteresada era posible superar los conflictos políticos y de clase, de un modo muy parecido al que a su vez propondría el liberalismo postindustrial. Por entonces, el método de organización del taylorismo y su “gestión científica” se encontraba en pleno auge como modo de suprimir los conflictos laborales en las fábricas mediante el empleo de los trabajadores cualificados como sustitutos de los ingenieros expertos en la dirección del trabajo. Los ingenieros mecánicos abordaban la agitación laboral y las desavenencias políticas como si se trataran de una incidencia en la maquinaria, un fallo técnico que debía superarse con éxito. Para la maquinaria organizativa, cualquier perturbación en su funcionamiento debía ser vista y elaborada como si esta fuera una incertidumbre problemática. (Shenhav:1999)[3]. Según Christopher Lasch, la nueva clase gerencial se propuso abordar los conflictos con las herramientas de la ingeniería social empleadas por administradores expertos, liberales y desinteresados, capaces de considerar cualquier problema en su totalidad, y fundamentalmente, como una cuestión de recursos, los cuales debían ser adecuadamente asignados y conservados por ellos.[4]

El enfoque profesional de los progresistas industriales reflejaba “una cultura pragmática en la que los conflictos quedan difuminados cuando se consigue la resolución de las diferencias ideológicas” (Shenhav). Al igual que ocurría con los ingenieros industriales décadas más tarde, la posibilidad de una “lucha de clases” les espantaba, y veían más bien en la “eficiencia” un medio para alcanzar la armonía social haciendo que el interés del trabajador coincidiera con el de la empresa. Esta teoría progresista se reforzó con el fin de las ideologías y el advenimiento de la era postindustrial, la cual será igualmente aplicada en la formulación de las varias facetas de un capitalismo tecnológico a partir de la década de 1990.

* *
Las tesis postindustriales de Daniel Bell convergerán, en la década de 1970, con el surgimiento de las redes de comunicación digital y la revolución del ordenador personal. De esta época datan los trabajos de Alvin Toffler y John Naisbett que proclamaban una revolución digital caracterizada por unas transformaciones sociales sin precedentes. La idea de una información totalizadora y ubicua como garantía para la difusión de toda clase de conocimientos hace su aparición como una variante del capitalismo utópico liberal, que también se aparta del antagonismo de clase. Esta transición hacia una Tercera Ola del capitalismo de la información (como argumentaba desde su título el libro de Toffler publicado en 1980) deberá ser pacífica y ofrecer unos resultados de suma positiva, haciendo que la vieja lucha de clases termine por tornarse irrelevante (Dyer-Witheford). ¿Pero quién posee la información -–como recurso creador de riqueza-- de un modo parecido a como se poseen el suelo o los bienes activos? Para Nick Dyer-Witheford  “la generación de riqueza depende cada vez más de una ‘economía de la información’ en la que el procesamiento material es sobrepasado o subsumido en el intercambio y la correspondencia de datos que es propio de la información digital.[5]

Las tesis postindustriales han sido resumidas por Manuel Castells del modo siguiente:
  1. La productividad y el crecimiento tienen su origen en la generación del conocimiento, lo cual se hace extensible a todos los ámbitos de la actividad económica a través del procesamiento de datos.
  2. Este cambio en la actividad económica comporta pasar de la producción de bienes a la entrega de servicios.
  3. La nueva economía da una mayor importancia a trabajos para los que se requieren unos conocimientos e información abundantes y en las que las ocupaciones técnicas van en aumento más rápidamente que otras, hasta llegar a constituir el núcleo de la nueva estructura social.[6]


El nuevo sistema de creación de riqueza profetizado por Toffler se basaba en el intercambio de datos, información y conocimientos, y se realizaba de un modo mucho más vital y acelerado que en el caso de la riqueza generada por la tierra o la fuerza de trabajo. Y una vez más, estos conceptos posindustriales se encuentran en la “Nueva Teoría del Crecimiento” de Paul Romer: la principal fuente de crecimiento no depende de la simple agregación de inputs de recursos materiales o de trabajo sino del desarrollo de unas ideas mejoradas –-replicables sin ninguna limitación--  para conseguir un uso más eficiente de la misma cantidad de recursos y de trabajo.[7] 

El problema con todo esto reside en que, en ausencia de un agente que ejerza coerción, todo aquello que es efímero termina por crear deflación (puesto que el conocimiento hace que se reduzca el input de los materiales requeridos para la producción). La única manera que existe de transformar esta mejora de la eficiencia en riqueza (monetaria) es impidiendo que los competidores puedan difundir estos beneficios, reduciendo los precios de las cosas y poniéndolas al alcance de todos.

De allí la necesidad de restringir el acceso al conocimiento si se quiere hacer de este un recurso generador de riqueza (o capital). El acceso restringido a una propiedad se consigue delimitándola. Es la única manera en que esta puede generar alguna renta: mediante el pago de alguna clase de contribución a cambio de acceder a ella. En la década de 1990 se dieron a conocer propuestas para la creación de una “Superautopista de la información” que tuviese unas leyes estrictas sobre la propiedad intelectual e incluyese subsidios para la industria de las telecomunicaciones. Se multiplicaron las cartas magnas  y manifiestos que promovían el progreso y las libertades en la nueva era de la información y el conocimiento. De todas ellas se hicieron eco las leyes promulgadas posteriormente en los EE UU  (La Ley de Derechos de autor del Milenio Digital y la Ley de las Telecomunicaciones). Y el modelo Romer de crecimiento se basaba fundamentalmente en la “propiedad intelectual” para monetizar la productividad multiplicada en forma de renta para los inversores (y no de  una bajada de los precios para el consumidor).

Romer describe la ética que opera en la ciencia de un modo distinto al modo en que ésta se aplica en la economía. Para esta, las instituciones son algo más que organizaciones; son también las convenciones e incluso las reglas relativas a los procedimientos. Y es en los derechos de propiedad donde encontramos que esta distinción es nítida, pues la noción de propiedad privada es fundamental para la economía. En cambio en la ciencia, según argumenta Romer, la ética funciona de un modo diferente. Se supone que quien descubre algo (una fórmula o un teorema) no es propietario de la idea sino que esta es compartida al ser publicada. En el ámbito científico, la recompensa llega por el lado de la difusión de las ideas; el prestigio y el respeto mayores corresponden a quien da a conocer la idea por primera vez.

Para Romer la propiedad intelectual vendría a ser una “institución del mercado”, mientras que el conocimiento libre y compartido es una institución característica de la ciencia. Con ello está admitiendo que el “mercado” no es solo el campo en el que se produce la libre interacción sino que, como tal, también está detrás de la creación de un nexo monetario. Así, la "propiedad intelectual" vendría a ser artificialmente creada por el Estado, lo cual Romer admite implícitamente al argumentar que el funcionamiento natural del mecanismo de fijación de precios en el mercado (donde el precio tiende a a un coste de producción marginal) no es el adecuado para devolver los gastos en concepto en I+D. Ello le lleva a argumentar de manera explícita que, para algunos objetivos, la fijación de precios en régimen de monopolio es preferible a tener unos precios determinados por las leyes de la competencia.

El modelo de Paul Romer es esencialmente schumpeteriano en el sentido en que Schumpeter consideraba que el poder del mercado de las corporaciones monopólicas era “progresivo” en tanto que les permitía fijar un precio por encima del coste marginal, de tal manera que la innovación pasaba a ser subvencionada. El esquema de Romer descarta el comportamiento de seguimiento de precios (Price-taking) en un mercado donde exista la competencia; más bien presupone cierta forma del poder de mercado (competencia en régimen de monopolio) mediante el cual las empresas pueden fijar precios para cubrir los costos medios. Romer sostiene que su modelo de crecimiento económico basado en la innovación es incompatible con el comportamiento de seguimiento de precios. Una empresa que haya realizado importantes inversiones en innovación pero que ha vendido sus productos a un coste marginal no podría sobrevivir como seguidora de precios. Por tanto, es necesario que los beneficios de la innovación –-que no rivalizan por su naturaleza-- sean cuando menos susceptibles de ser parcialmente excluidos a través de las leyes de “propiedad intelectual”.

El capitalismo del conocimiento y la teoría de Romer sobre el “nuevo crecimiento” están implícitos en todos los modelos de “capitalismo progresista”, “capitalismo verde” y otros similares que suelen ser explicados por personalidades como Bill Gates, Warren Buffet y el cantante Bono.  








[1] Nick Dyer-Witheford, Cyber-Marx: Cycles and Circuits of Struggle in High-Technology Capitalism (Urbana and Chicago: University of Illinois Press, 1999). pp. 16-17
[2] Rakesh Khurana, From Higher Aims to Hired Hands: The Social Transformation of American Business Schools and the Unfulfilled Promise of Management as a Profession (Princeton and Oxford: Princeton University Press, 2007), p. 56.
[3] Yehouda Shenhav, Manufacturing Rationality: The Engineering Foundations of the Managerial Revolution (Oxford and New York: Oxford University Press, 1999).
[4] Christopher Lasch, The New Radicalism in America (1889-1963): The Intellectual as a Social Type (New York: Vintage Books, 1965), p. 162.
[5] Nick Dyer-Witheford, Cyber-Marx: Cycles and Circuits of Struggle in High-Technology Capitalism (Urbana and Chicago: University of Illinois Press, 1999).
[6] Manuel Castells,The Rise of the Network Society (Blackwell Publishers, 1996), pp. 203-204.
[7] Ronald Bailey, “Post-Scarcity Prophet: Economist Paul Romer on growth, technological change, and an unlimited human future” Reason, December 2001. URL: http://reason.com/archives/2001/12/01/post-scarcity-prophet/